Socialismo y Cristianismo
¿Será el socialismo, tal como fue propuesto en el siglo XIX, incompatible con el cristianismo, como tantas veces se ha afirmado? O, ¿será el socialismo, equivalente al cristianismo, aggiornado al racionalismo ilustrado que imperaba en ese siglo? Para responder estas preguntas debemos, ante todo, tener en cuenta el contexto histórico en que se desarrollan estas doctrinas, tratando de interpretar acertadamente los signos de los tiempos. En esta vena, los “pobres” de los que nos habla el Evangelio, serían equivalentes a los “proletarios” del s. XIX, y a los marginales o excluidos del Tercer Mundo en la actualidad. Los infructuosos intentos de implementar sistemas socialistas en el s. XX, se corresponden con los también desafortunados intentos de implementar un cristianismo digno de tal nombre a partir del s. IV. La sospecha de que ambas ideologías proponen sistemas imposibles de llevar a la práctica, utópicos, más bien reforzaría la hipótesis de su similitud. Pero no todo está perdido, pues la experiencia que dejan los repetidos intentos, llámense cristianos o socialistas, se traduce en una pedagogía histórica, o divina, si se quiere, que resulta de vital importancia para abordar los serios conflictos con los que ha comenzado el s. XXI.
Pasemos ahora a analizar los argumentos que se han esgrimido para sostener la incompatibilidad entre ambas propuestas. El más conocido es el de que el reino de Dios proclamado en el cristianismo “no es de este mundo”. La dificultad con ese argumento es su incapacidad de encontrar una explicación razonable a la crucifixión de Jesús. La explicación tradicional, conocida como la de la Teología de la Cruz, necesita suponer un Dios que exige como rescate por los pecados de la humanidad el sacrificio de su hijo, es decir un Dios sanguinario y hasta filicida. Esa explicación ha perdido verosimilitud a esta altura de los tiempos, frente a la suposición, mucho más razonable, de que las clases dominantes en la Palestina de hace 20 siglos, confabuladas con la autoridad imperial, veían en la predicación de Jesús una amenaza a sus intereses. El introducir un mundo celestial, o ideal del cristianismo, frente al terrenal, o material del socialismo, subestima categorías muy importantes que se encuentran en el Evangelio, como las de pobres y ricos, y las de la sed, el hambre y las necesidades, muy materiales por cierto, de buena parte de la humanidad. También subestima categorías importantes del socialismo como son las de una conciencia de clase que acabaría convirtiéndose en una solidaridad humana universal al lograr la eliminación de las clases sociales.
Otro argumento que se ha esgrimido, para enfatizar las supuestas diferencias, es el del talante pacífico del cristianismo, en contraposición al violento del socialismo, por aquello de que “la violencia es la partera de la historia”. Pues bien, ni el cristianismo ha sido tan pacífico ni el socialismo tan violento. En el mismo Evangelio encontramos en Mt. 10,34 “No he venido a traer paz, sino espada”, aunque la tentación de utilizar la violencia fue superada por Jesús, en el momento decisivo, con el “a mí me buscáis, dejad marchar a éstos” (Jn. 18,8). Naturalmente que Jesús estaba consciente del conflicto social implícito en su discurso, pero optó por una estrategia que era no violenta, aunque tampoco pasiva, porque bien que denunció las injusticias de su tiempo. Por otra parte en el discurso de un Marx, ya maduro, en el Congreso de la Haya de 1872, acertadamente pronóstico: “... hay que tener en cuenta las instituciones, las costumbres y las tradiciones de los diferentes países, y nosotros no negamos que existan países como América, (se refería a los EEUU) Inglaterra y ... (quizás) ... Holanda en los que los trabajadores pueden llegar a su objetivo por medios pacíficos”. También ha habido mucha insinceridad dentro del cristianismo, viendo con frecuencia “brizna en ojo ajeno teniendo viga en el propio”. La reciente, y desafortunada, declaración del Papa en Ratisbona, haciendo mención a la violencia en el Islam, olvida la multitud de veces que los cristianos han apelado a la violencia, justificándola con burdas manipulaciones del Evangelio. En ese sentido el Islam sería más coherente y sincero. En todo caso, y vista la inminente proliferación de armas nucleares, así como lo contraproducente que están resultado las intervenciones militares, parece que el recurrir a la violencia es un recurso que no nos podemos dar el lujo de permitir. Los éxitos obtenidos por Martín Luther King en los EEUU y de Gandhi en la India, por métodos pacíficos, pero en ningún caso pusilánimes, parecen indicar el camino a seguir, lo que supondría tomarse el cristianismo en serio.
Quisiera comentar ahora algunas afirmaciones del rector Ugalde, en su artículo, ¿Paraíso comunista? (El Nacional 14-9-06). Por una parte dice que no cree “en una etapa histórica en que los hombres nacerán sin egoísmo”. Como consecuencia de lo anterior, y en el mismo artículo, nos dice “que el cristianismo ... no propone ningún paraíso en la tierra”. Si por “egoísmo” entendemos instinto de conservación, desde luego que tiene razón, pues los instintos, como el inconsciente, son parte constituyente de la psiquis, software, ser humano. Pero, esa misma psiquis, tiene otro campo, que en el lenguaje bíblico sería la “conciencia del bien y del mal”, y que para los psicólogos modernos vendría a ser el “alterego”. Como resultado de lo anterior, el ser humano se enfrenta con frecuencia a dilemas entre lo que le gustaría, y lo que debería, hacer; dilemas que están magistralmente tratados por Pablo en Romanos 8. Ya en el Antiguo Testamento, cuando leemos que un profeta nos dice que Dios le ha hablado, podemos interpretarlo como que ha sido la voz de su propia conciencia. Las conciencias individuales, en determinadas situaciones históricas, entran en sintonía, para dar origen a lo que podríamos llamar una conciencia colectiva. Es esa conciencia colectiva la que nos puede ir aproximando, quizás en forma asintótica, y superando, que no eliminando, egoísmos individuales, a lo que Jesús entendía como “reino de Dios”, Marx como “sociedad sin explotación del hombre por el hombre”, y Ugalde un supuesto, y negado, “paraíso en la tierra”.
Hay que reconocer que cuando se habla del socialismo, ¿ o será cristianismo?, del siglo XXI, se está admitiendo en forma implícita que no es el mismo que el del XIX. En la misma vena, diferente también a lo que se podría aspirar en el primer siglo, o en el IV. Y es que el análisis económico que pudo ser apropiado, hace años o siglos, ha perdido vigencia en la actualidad. Curiosamente, los sistemas económicos, y en consecuencia políticos, que compitieron por la hegemonía en el siglo XX, capitalismo y socialismo, se sustentaban en lo que en economía se conoce como teoría del “valor trabajo”, es decir, que el valor de los productos y servicios viene determinado por la cantidad de trabajo incorporado en los mismos. Así mismo el capital viene siendo, trabajo efectuado anteriormente, esto es, pretérito, incorporado en los medios de producción. Lo anterior no nos debe sorprender, dado que Marx aceptaba las conclusiones de los filósofos y economistas ingleses, como Hobbes, Hume, Adam Smith y David Ricardo. La única diferencia es que Marx, como buen representante de su pueblo, convierte en teología lo que los griegos, anglosajones, y otros pueblos consideran filosofía, o economía política.
La consecuencia inmediata de la aceptación de la teoría del valor-trabajo es que subestima la contribución del recurso natural, que en el s. XIX se consideraba prácticamente inagotable, por la existencia de las que se denominaban “tierras vírgenes”. Es a mediados del siglo XX que se hizo evidente que los recursos naturales tienen un límite, como había sostenido Malthus en su oportunidad. Entonces todos los pronósticos de Marx acerca de que en un futuro la organización “racional y científica” de la producción, permitiría una abundancia de bienes tal, que todas las necesidades humanas podrían ser satisfechas, se vienen abajo. Esto justificaría el escepticismo de Ugalde sobre el “paraíso comunista” en el artículo antes citado. Es esa limitación la que nos obliga a actualizar, tanto el proyecto socialista como el cristiano. En el caso del socialismo del s. XIX, la supuesta explotación del trabajador por la apropiación de una supuesta plusvalía por parte del capitalista es insostenible, pues mal se podría hablar de explotación del trabajador con los porcentajes tan altos de desempleados y excluidos del mercado de trabajo que no reciben salario. Pero otra forma de inequidad se origina al no reconocer a la población marginal la parte alícuota del recurso natural que le corresponde, ya que ese recurso natural se incorpora en el producto nacional. Lo anterior es evidente en el caso de Venezuela, en donde gran parte del ingreso nacional se debe al proveniente de las exportaciones de un recurso natural no renovable como es el petróleo. En consecuencia, el criterio de reparto implícito en las teorías sustentadas por el valor-trabajo, esto es, repartir en proporción al trabajo aportado, presente o pretérito, que es aceptado tanto por el liberalismo, como por el socialismo, de los siglos XIX y XX, se vuelve insostenible. Esa es pues la tarea que tienen por delante en este siglo XXI los hombres y mujeres de buena voluntad, a saber, la de desarrollar un criterio de reparto equitativo tanto del producto social, como de la actividad humana necesaria para obtenerlo. Lo anterior está de acuerdo, tanto con el desideratum socialista de “aportar de acuerdo a las aptitudes, recibir de acuerdo con las necesidades”, como el cristiano de considerar al prójimo, y al lejano, como a uno mismo, convirtiendo el instintivo egoísmo individual en instinto de conservación colectivo.
Jaime Barcón
Caracas, enero del 2007.
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